miércoles, 11 de noviembre de 2015

El estado se comporta como un delincuente más

Un agente de aduana en acción.

Un ladrón lo aborda y, mostrándole un cuchillo o pistola, exige que le entregue su celular.

Un agente de aduana interrumpe su paso en el aeropuerto y, amenazándolo con ir a prisión —porque Ud. comete un presunto delito aduanero, al traer un celular nuevo al país—, le exige su celular.

¿Diferencias? NINGUNA. En ambos casos, una persona se apropió de lo ajeno con amenazas de violencia.

El ladrón va a vender lo robado a las cachinerías. La aduana va a subastar lo “retenido”: http://www.elcomercio.com/actualidad/aduana-subasta-televisores-altagama-ecuador.html

Es decir, gracias al gobierno todos los que vayan a comprar esos televisores se convertirán en “cachineros”. Qué desastre moral, ¿no?

Por supuesto que es inmoral comprar cosas robadas (cosas obtenidas bajo amenazas de violencia). Que quien lo robe o venda sea un funcionario, NO cambia la moralidad del acto.

No me digan que con lo recaudado “se va a hacer obra social”. El fin NO justifica los medios. Un acto inmoral —apropiarse de lo ajeno con amenazas de violencia— NO se vuelve “bueno” porque quien lo haga tenga “buenas intenciones”.

El ladrón justifica su robo, diciéndole: «tengo que alimentar a mis hijos. Así que dame tu celular, o te mato».

No convence, ¿verdad?, pues un acto bueno NO justifica una amenaza de muerte.

¿Exagero? Trate de negarse a lo que le exige el agente de aduana… Tratarán de arrestarlo. Trate de huir o resistir el arresto, y le dispararán, téngalo por seguro.

Como decía Mao, “el poder nace del cañón de un arma”. Qué democracia ni qué vaina: un arma apuntándole a usted.

Si el ladrón logra vender lo robado, pues probablemente seguirá robando.

¿Dije obra social? La aduana destinará el dinero que se recaude con la subasta «al programa de incentivos de Aduana».

Es decir, seguirán declarando lo ajeno “¡contrabando!”, y apropiándoselo.

Es prohibido traer celulares, pues es privilegio de un oligopolio (operadoras, importadores y ensambladores). Cuando Ud. trae un teléfono, les “daña el negocio”.

Es decir: el estado, en su afán de proteger esos negocios, está dispuesto incluso a meterlo a Ud. a la cárcel, o dispararle.

Al ladrón le importa más el dinero en su mano, que la vida de usted. Para el estado, la rentabilidad de esas empresas vale más que la vida o la libertad de usted… Mal, ¿verdad? «La supremacía del capital de mis amigos, sobre la vida y la libertad de usted».

No podemos evitarlo. Pero por lo menos sepamos que NO tienen derecho a hacerlo.

jueves, 13 de agosto de 2015

Ecuador necesita un sistema parlamentario

El sistema presidencial, en una imagen


En el sistema presidencial que tenemos ahora, el presidente es el jefe de todo el gobierno. Hay un riesgo constante de que la gente lo vea como un “mesías”, un “líder irremplazable”, “sin el cual el país iría al abismo”.

Por supuesto que todo eso es falso. Lo que el país necesita es alguien que se preocupe de administrar los asuntos públicos sin creerse un mesías que puede violar los derechos humanos “para el bien común” porque ha ganado elecciones.

En un sistema parlamentario, si se elige presidente, no se le da poder real; el verdadero poder radica en la asamblea, quien designa a un primer ministro, quien es la cabeza de gobierno.

Éste responde por su cargo directamente a la asamblea; si pierde el favor de ésta, puede ser removido.

De esa manera se evita que un presidente “fuerte” responda de su gobierno sólo “ante el pueblo, cada cuatro años”. El primer ministro sabe que su cargo no está asegurado (tampoco su carrera política), así que más le vale hacer un buen trabajo. Es un buen freno al poder.

Una remoción de primer ministro no es tan catastrófica para la institucionalidad como lo es la remoción de un presidente. De ahí que en un pueblo como el ecuatoriano, tan dado a demostrar su descontento, el sistema parlamentario proporcionaría un cauce institucional a una costumbre popular.

El pueblo asimismo se iría olvidando de la dañina costumbre de buscar “mesías, salvadores y líderes fuertes” y más bien tornaría a mirar a las instituciones, no a personas, en casos de necesidad.

Las democracias que mejor funcionan y tienen mejor estándar de vida tienden a emplear un sistema parlamentario: Alemania, Canadá, Australia, Noruega, Japón, Nueva Zelanda; difícilmente nadie recuerda al primer ministro de Canadá o Noruega, países que funcionan eficientemente, mientras que pésimos presidentes como Maduro y los que Ud. tiene en mente son conocidos mundialmente por el daño que causan a los países que los sufren (y eligen). Las sangrientas dictaduras son el sistema presidencial llevado al extremo (sin contrapesos).

En América Latina en general ha predominado el sistema presidencial, con su historia de caudillismos, populismos, dictaduras, guerras, etc. ¿No es hora de probar un nuevo sistema?

Este artículo de Ivonne Guzman ahonda en el tema http://www.elcomercio.com/opinion/presidencialismo-estupido-opinion-ecuador-politica.html La caricatura es del siempre excelente Bonil @BonilCaricatura facebook.com/caricaturistaBONIL

jueves, 30 de julio de 2015

El verdadero presidente del Ecuador

He aquí el verdadero “presidente” del Ecuador: el petróleo.

“Buen presidente” cuando está alto; “mal presidente, botémoslo” cuando está bajo.

Fíjense cómo en los años ‘70 y durante el gobierno de nuestro “economista PhD” ha estado muy alto, y en torno a la crisis de 1999 estuvo en sus mínimos históricos…

¿Casualidad? No; nuestro éxito o fracaso económico como país está atado al precio del petróleo, querámoslo o no.

(Pregunten a nuestros mayores si se quejan de los años ‘70. Casi nadie se queja, pese a que vivíamos en dictadura; todo el mundo tenía trabajo, se hacía obra, se contrataron muchos burócratas, muchos estudiaron en el exterior con becas etc. Lo mismo ahora…, hasta junio, que empezaron las protestas.)

Ahora el precio se está desplomando… ¿Tendrá nuestro “economista PhD” el talento para sortear la crisis? Lo dudo.

martes, 28 de julio de 2015

Esto es en contra de lo que luchamos

Nila Velázquez publica en El Universo un artículo donde recoge la creencia comúnmente extendida de que “la política es algo bueno, lamentablemente desvirtuada por malos políticos”. Dice:

«Es necesario limpiar el mundo de la política, entenderla como lo que es: trabajar en la búsqueda del bien común y eso requiere la capacidad de servir a todos, más allá de las diferencias partidistas o de intereses … Solo podremos superar este círculo vicioso cuando los jóvenes se acerquen sin recelo a la política, la bien entiendan como, lo que debe ser, una de las formas más altas de servicio y la asuman con una alta conciencia ética. No nos empeñemos en contaminarlos y ofrecerles una imagen distorsionada de lo político».

Lamento decir que lo descrito es precisamente la imagen distorsionada de lo político. Como decía el presidente Correa, burlándose de las creencias ingenuas de algunos de sus partidarios, «estaban soñando con pajaritos preñados, rosados». La realidad de la política es realmente siniestra.

No me refiero con ello a las constantes mentiras públicas de los políticos; a cómo carecen de todo escrúpulo para llegar al poder y mantenerse en él; cómo tratan de destruir ruinmente a sus enemigos; cómo se comportan de modo diametralmente opuesto a cómo un buen padre educa a sus hijos: di la verdad, acepta tus errores, aprende a perder, sé generoso, respeta a los demás… (¿no tuvieron padres los políticos?).

No. No me refiero a todo eso, que el lector ya sabe. Me refiero a una mentira más ladina, más taimada: lo que en verdad es la política.

Usted, estimado lector, debe estar más enterado que el común de los mortales electores que sabe que los políticos mienten, sabe que lo están engañando, pero aún así los defiende, los apoya ¡y vota por ellos!

Para no ser parte del montón ignorante, Ud. debe leer estos artículos cortos:

Una vez que usted sepa la realidad, estimado lector, sentirá que habrá “salido de la matrix”; sabrá la verdad, y sentirá malestar físico cada vez que escuche a un político abrir la boca y mentirnos descaradamente.

Lea Nuestro enemigo, el estado para que termine de enterarse de por qué el estado es profundamente antisocial.

martes, 21 de julio de 2015

La política está destruyendo nuestro espíritu

Político malvado
(Paráfrasis de un artículo de Aaron Ross Powell)

El proceso político es fundamentalmente antisocial y corroe nuestra capacidad de vivir en armonía con los demás.

La política no es nada de qué enorgullecerse. No debemos creer en ella, no debe uno entusiasmarse con ella. No se debe pensar que es noble o, peor aún, divertida. Desde su mejor ángulo, la política es un juego tonto con externalidades* negativas: un desperdicio de incontables horas de trabajo y de un sinnúmero de mentes; horas y mentes que podrían haberse dedicado a actividades productivas, radicales, y posiblemente a cambiar el mundo y mejorar nuestras vidas. La política en el mejor de los casos sólo consiste en oportunidades perdidas. En el peor, consiste en la destrucción de sustento diario de muchos, e incluso de sus vidas. Es violencia; ignorancia; miedo.

* Externalidad: 1. f. Econ. Perjuicio o beneficio experimentado por un individuo o una empresa a causa de acciones ejecutadas por otras personas o entidades, sin que esto se refleje en el costo de los bienes o servicios involucrados. Por ejemplo, alguien cría abejas y esas abejas polinizan los cultivos de los alrededores, sin que el dueño de las abejas reciba compensación por ello; un vecino descuida la limpieza de su jardín, perjudicando la imagen de todo el barrio.
Pero, ¿acaso la política no consiste en «una actividad productiva, radical, dedicada a cambiar el mundo y mejorar nuestras vidas»? ¡No, para nada! Lea por qué es una primitiva barbarie.

Palabras fuertes exigen definiciones. ¿Qué quiero decir con “política?” Me refiero al acto de decidir por los demás a través de los mecanismos del estado. Es decir, en vez de elegir los ciudadanos, elige el político, y luego hace que el aparato del gobierno obligue a los ciudadanos a actuar de acuerdo con las decisiones que tomó el político.

El lector pensará quizás: «¿Qué tiene eso de malo? Para eso mismo se elige a nuestros representantes». Siga leyendo para que vea por qué no es algo bueno.

Por supuesto, cuando tomamos decisiones a través del mecanismo político ―a través de la herramienta política por excelencia, la votación― sabemos que el resultado se aplicará a nosotros mismos, y no sólo a otras personas. Pero es engañoso decir que estamos “decidiendo por nosotros mismos”, cuando votamos, porque si lo que votamos es algo que hubiéramos hecho de todos modos, siempre hubiéramos podido haberlo hecho sin necesidad de votación alguna. Si pienso que aportar dinero a una causa vale la pena, no necesito que el estado me obligue a hacerlo; puedo darles dinero en cualquier momento. No nos engañemos: al votar, estamos pidiendo que se aplique la fuerza; estamos pasando de lo personal y voluntario, a lo político y obligatorio.

Eso es un voto: un intento de “convertirse en mayoría”, para obligar a la minoría a someterse a los deseos de la mayoría. De esta manera, la política es un método de toma de decisiones donde el poder de decisión se traslada desde los individuos que eligen de forma privada, a los grupos que eligen colectivamente; y esas decisiones colectivas están respaldadas por leyes y reglamentos. Es este último aspecto ―el respaldo por la fuerza de la ley― lo que distingue a la política de, digamos, cinco amigos votando sobre dónde ir a cenar.

La mayoría de nosotros tenemos al menos una cierta idea de que hay algo está mal con la política. Al ver las noticias, escuchar las discusiones radiales, soportar semanas o meses de propaganda electoral, es imposible evitar notar la indecencia de la práctica política. Es desagradable y nos hace ―o debería de hacernos― cuestionar el carácter de cualquiera que se entusiasme con eso.

Pero la influencia perniciosa de la política se extiende más allá de los malévolos que la abrazan como una vocación o los ingenuos para quienes es una afición. La política es una influencia corruptora en todas nuestras vidas. Es un obstáculo en nuestro camino hacia una buena vida, no importa cuán mínima sea nuestra participación.

La política consigue este resultado al socavar nuestra capacidad de practicar bien el arte de vivir una buena vida. Una forma es indirecta: la política contribuye a un ambiente en el cual el aprendizaje de la habilidad de vivir bien se vuelve más difícil.

Un requisito previo importante para vivir bien, es una cierta cantidad de seguridad material; si a duras penas sobrevivimos, no tendremos tiempo para actividades con miras más elevadas. Conocemos las reivindicaciones libertarias comunes, basadas en la economía, según las cuales un sistema en el que se tomen las decisiones políticamente ―ya sea a través del proceso democrático directo, o indirectamente a través de legisladores y burócratas, en vez de decidirse individualmente―, un sistema así conducirá a menos riqueza e innovación; y así dicho sistema nos proporcionará menos recursos para llevar el tipo de vida que elegiríamos llevar en un ambiente de libre elección y abundancia (para más información sobre el tema, lea este artículo sobre la libertad económica). De esta manera, un entorno controlado políticamente se vuelve menos compatible con vidas óptimamente vividas.

Pero la política no sólo hace que el mundo que nos rodea sea peor; también nos hace peores a nosotros mismos. Cuando participamos en la política ―sea votando, sea buscándonos un “puesto” en el estado― en vez de intentar resolver los problemas de común acuerdo, estamos participando en un sistema en el que nosotros tratamos de decidir por los demás, mientras que ellos simultáneamente tratan de decidir por nosotros; y las decisiones tomadas en un sistema así, sea quien sea quien termine imponiendo sus decisiones, están respaldadas por la violencia, o al menos con la amenaza de la violencia.

Es un sistema netamente agresivo, en el que los participantes se dicen el uno al otro: «Yo sé lo que es mejor para ti, y tienes que hacer lo que yo digo; y si no lo haces, estos hombres armados irán a amenazarte, o cogerán tu dinero, o te encerrarán en una jaula, o simplemente te matarán». Este sistema nos anima a tratarnos de formas menos civilizadas de lo que deberíamos aspirar, y nos empuja a vernos no como amigos y compañeros en la búsqueda de una buena vida, sino como enemigos y rivales y obstáculos mutuos en el camino de la búsqueda de la felicidad.

La política nos inculca la vileza, la estrechez de miras, el pensamiento maniqueo (“si piensas como yo, eres bueno; si no, eres malo”), una rencorosa mentalidad “tribal”, el egoísmo, la ira. La política desalienta el raciocinio y un respeto y elemental aprecio de la dignidad de los demás, especialmente de aquellos que buscan vidas diferente de las nuestras. La política reduce las probabilidades de encontrar mentores virtuosos, o de aprender de las acciones virtuosas de los demás, porque todos estarán bajo su influencia corrosiva.

La política alienta reacciones extremas, en lugar de motivar una cuidadosa búsqueda de una respuesta adecuada y equilibrada. La política aleja la toma de decisiones del conocimiento real in situ, limitando de esa manera la sabiduría moral de dichas decisiones; haciendo menos probable que se obtenga resultados virtuosos aun cuando la decisión haya sido tomada con intenciones virtuosas.

Como instrumento, la política se parece a un mazo, aunque tal vez de vez en cuando pueda ser necesario. Pero su uso tiene costos, incluyendo, en mi opinión, la degradación de nuestro carácter. Debemos recurrir a la política sólo cuando no tenemos otras opciones, y aun así a regañadientes, ¡no con entusiasmo! Por lo menos la política nunca debería ser motivo de celebración o proponerse como “ideal” de virtud cívica.

En resumen, la política nos hace peores. Seríamos mejores personas sin ella. Mejor aún, lo seríamos si rechazáramos la política como un medio para imponer nuestra voluntad en el mundo y en vez de eso hiciéramos un mayor esfuerzo para realizar nuestro potencial como seres racionales y dialogantes. La buena vida no es la vida de la política, y la política es, en un nivel fundamental, incompatible con la buena vida.

Fuente: http://www.libertarianism.org/columns/politics-is-destroying-soul. Aaron Ross Powell es investigador y editor de http://Libertarianism.org, un proyecto del Instituto Cato. Libertarianism.org presenta material introductorio, así como estudios relacionados con la filosofía libertaria, su teoría e historia.

sábado, 14 de febrero de 2015

Rectificar caricaturas es ridículo

El poder te está observando...
Que el poder ordene rectificar caricaturas es, por lo menos, una ridiculez (no ocurre en ninguna otra parte del mundo civilizado), y en el peor de los casos una aberración. Porque equivale a obligar a alguien, bajo amenazas de violencia, a expresar un pensamiento que no tiene.
Parafraseando a Unamuno, ha sido “vencido” por el poder, no “convencido”. Como si alguien tomara tu mano y te forzara a firmar algo, o te abrieran la boca y manipulando tu tráquea te forzaran a expresar sonidos que suenan a algo que no crees. Monstruoso, ¿verdad?
Lo que hace la SuperCom y Cordicom es demasiado parecido a la “policía del pensamiento” descrita por Orwell en “1984”. Recordemos la “autocrítica” soviética: también era una rectificación forzosa bajo amenazas.
Y por último, Galileo también fue obligado por la inquisición a rectificar; la “verdad” era que el sol giraba en torno a la estática tierra...  

lunes, 12 de enero de 2015

7 cosas que los ignorantes no saben de la libertad de expresión

Con ocasión de la masacre de caricaturistas, veamos siete ideas que solemos ignorar sobre la libertad de expresión. Este artículo es largo, pero el tema es extremadamente importante; ruego la paciencia del lector.
No era que los mataran, pero ellos se los buscaron; hay que respetar las creencias ajenas”, piensa el ignorante ciudadano común. Veamos por qué está equivocado. 
El gobierno y los terroristas nos quieren "felices y salvos" a palos.
 1. La libertad de expresión se reduce a: si lo puedes pensar, deberías ser capaz de expresarlo. ¡Total, son sólo ideas y palabras, trazos sobre un papel!
2. La libertad de expresión se demuestra en las ideas controversiales. Publicar en redes: «¡Qué bien dormí!» no suscita controversia alguna. Hablar despectivamente del clima tampoco. Pero hablar despectivamente o burlonamente de las creencias ajenas o del gobierno, sí será controversial, y ahí se verá si realmente vivimos en un país donde hay libertad de expresión o no.
3. No hay “ideas sagradas”. No hay “ideas Voldemort”, “ideas que no deben ser nombradas”, ni “pensamientos tabú que no deben ser concebidos ni mencionados”. Las ideas sólo están en nuestras cabezas; pueden ser falsas, pueden ser tontas, puede que nadie más esté de acuerdo con ellas. Toda idea es discutible, refutable, y objeto de burla. ¡Son sólo ideas!
4. Si no hay "ideas sagradas", uno puede burlarse de ellas. Como decía Mencken, «La prueba final de la veracidad es el ridículo. Pocos dogmas lo han enfrentado, y sobrevivido... La afilada navaja de la burla es resistida por la dura piel de la verdad». Si mis ideas no resisten burlas, ¡mala señal! Si cuando alguien se burla de mi religión, me dan ganas de acuchillarlo, ¡qué débiles convicciones! ¡Cuán débil será el dios que se desmorona ante una caricatura!
5. Si no hay “ideas sagradas”, y uno puede burlarse de cualquiera de ellas, entonces no hay ideas “dignas de respeto”. «Una de las convenciones más irracionales de la sociedad moderna es que las opiniones religiosas deben ser respetadas. No hay nada en las ideas religiosas, como grupo, que las eleve por encima de otras ideas», decía Mencken.
Lo que para uno puede ser valioso y sagrado, para otro no lo es en lo absoluto; y no puede exigírsele que se comporte como si lo considerara valioso o sagrado. Es decir, a nadie puede exigirse que se comporte como un hipócrita, como si creyera en algo que no cree.
Lo que para unos es sagrado y divino (por ejemplo, los dioses en los que creen los pueblos paganos), para otros son ridículas supersticiones; lo que para unos es blasfemia castigable con la muerte (por ejemplo, dibujar a Mahoma), para otros es algo trivial, ridículo.
¿Deben unos someterse a las creencias de otros? ¿Deben unos vivir como si creyeran en algo que no creen? Claro que no, de eso se trata vivir en un país laico.
Las ideas tontas deben ser desenmascaradas a través de la burla y el ridículo. Es la forma más fácil de librarse de las ideas tontas, y de progresar en cultura y educación; como individuos y como sociedad.
6. «Pero una cosa es la libertad de expresión, y otra es abusar de ella», afirman personas de poca cultura. «Las caricaturas de Charlie Hebdo, blasfemas y sacrílegas, obviamente son un abuso de la libertad de expresión».
 Imagina que has nacido en una isla que adora a un volcán. Tú te has convertido en un “descreído” que ya no adora al volcán. Pero los demás nativos siguen haciéndole sacrificios, arrojándole cantidades de buena comida, animales, y hasta vírgenes. Bueno, obviamente la adoración al volcán es una idea estúpida que no merece respeto alguno, y es digno objeto de burla por las estupideces a las que lleva a sus creyentes, que matan sus hijas por esa idea.
¡Pues así son todas las religiones para el ateo! ¿Hay que “exigirle respetar” algo que le resulta estúpido? ¿Nuestro “dios volcán” sí merece que todos los humanos se hinquen ante él, aunque no lo crean? ¿Estamos dispuestos a usar la violencia contra los descreídos para “hacer respetar” a nuestro “volcán”?
Por supuesto que no hay derecho a usar la violencia para obligar a otros a que se comporten según nuestras creencias.
Como dijimos, la libertad de expresión o su inexistencia se demuestra en el discurso controversial. Le doy la palabra a R. Douthat, citado por Martín Pallares en diario El Comercio: «“Si un grupo de personas quiere matarte por decir algo, entonces es ciertamente algo que debe ser dicho; porque de otra forma el violento tiene el poder de veto sobre la civilización liberal, y cuando ese escenario se produce, ya no es más una civilización liberal”. Para Douthat, una sociedad sin ofensas es lo mejor, “pero cuando las ofensas son respondidas por el crimen, es cuando necesitamos más de ellas; no menos, porque a los criminales no se les puede permitir un solo momento pensar que su estrategia puede tener éxito”».
En resumen, en toda edad y sociedad siempre será necesaria una voz volteriana «que manifieste incredulidad o impiedad cínica y burlona», como dice el diccionario; que nos demuestre que los ídolos son sólo eso, ídolos, que siempre pueden caer; que no hay “ideas tabú”. 
7. Por lo tanto, la amenaza de violencia no debe ser nunca el límite de la libertad de expresión. El miedo es la muerte del pensamiento; si permitimos que los brutos violentos se impongan sean terroristas, sea el gobierno, sean hordas de “camisas pardas” leales al gobierno con su lema “abajo el pensamiento, viva la muerte”, habrá que responderles como Unamuno en el Paraninfo: «Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis».
Para lo que valen las opiniones, propias y ajenas...