El
liberalismo ofrece normas muy prácticas para la vida social. Sus
postulados pueden resumirse en dos: uno, respetar la vida, propiedad
y libertad ajenas; y dos, cumplir la palabra dada (es decir, no
defraudar).
El
primero suele llamarse principio de no‒agresión.
Consiste en no iniciar el uso de la fuerza o violencia contra la
vida, propiedad o libertad ajena. Ojo con “no iniciar”; el uso de
la violencia defensivamente, es decir la legítima defensa, es...,
bueno, legítima, contra quien ha iniciado la agresión, en defensa
de uno mismo o de terceros.
Dos
corolarios pueden deducirse directamente del principio de
no‒agresión.
Primero,
los gobiernos no tienen por qué criminalizar (cosa que, ay, hacen
constantemente) actos pacíficos, no agresivos y consensuales entre
adultos, pues no constituyen agresión.
Es
decir, no debe haber delitos “sin víctima” (lo cual indica
acciones que de por sí no son violentas ni injustas, por lo que no
tendrían por qué castigarse); el gobierno no debe promover su
agenda a través de la agresión a los ciudadanos, como ocurre cuando
por ejemplo se quiere “impulsar la producción nacional”,
criminalizando el comercio internacional.
El
cobro de impuestos bajo la amenaza de violencia —prisión
y confiscación—,
también infringe el principio de no‒agresión,
al atentar contra la propiedad. Peor aún cuando se usan para
“orientar el consumo”, tratando de disuadir de forma insidiosa al
consumidor de elegir libremente (como en el impuesto a la salida de
divisas, o impuestos a consumos especiales), resultando en doble
agresión.
El
servicio militar obligatorio era una evidente servidumbre que
limitaba la libertad personal.
Asimismo,
no hemos de reprimir conductas ajenas que no implican necesariamente
una agresión contra nosotros, aunque nos desagraden (las diferencias
de sexualidad, religión, filiación política, raza, nacionalidad,
etc.).
El
bullying, como agresión injusta, puede y debe ser enfrentado con
fuerza similar. La xenofobia, los prejuicios, o lo que llamamos
comúnmente “ser sufridor”, no justifican agresión. El que
alguien simplemente “me caiga mal” no justifica (aún) que lo
discrimine o maltrate.
Cada
cual tiene valores y metas propias y tiene derecho a seguirlas en
paz; el principio de no‒agresión
facilita la armonía en una sociedad libre, diversa, abierta.
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